Explicar los motivos por los que
odio la Navidad me llevaría páginas y páginas. Pero como dispongo nada más que
de una, trataré de ir al grano. El primer desengaño que tuve fue cuando tenía 7
años, y pedí con toda mi ilusión a los Reyes Magos la Nancy Barbuda. Y
es que, queridos lectores, en esa dulce
época de mi vida, mi único interés
radicaba en el mundo del circo, especialmente desde que vi por el UHF un
programa de Ángel Cristo, insigne domador de todo tipo de fieras. Debido a ese
desorbitado interés, tenía entre mis preciados juguetes casi un circo al
completo: leones, tigres, payasos, trapecistas,... pero me faltaba el punto
friki. Y una mujer barbuda sería el colofón. Tendría el éxito asegurado, así
que lo puse en mi carta. Pero la ilusión se esfumó. La Nancy Barbuda no
apareció en mi casa. Ni siquiera la posibilidad remota de un kit formado por la
Nancy Barbilampiña por un lado, una barba por otro y un poco de
pegamento de contacto para unirlos por otro, apareció en el sofá de sky de mi
salón. Los Magos de Oriente pasaron de mí. A cambio, me dejaron una caja de 45
Juegos Reunidos Geyper, que para quien no lo sepa, consiste en una
gran caja con 45 juegos distintos, pero todos muy raros, ya que nunca he
conocido a nadie que supiera jugar a otros juegos que no fueran el parchís, la
oca, las damas y el ajedrez. Sobran 41.
Al siguiente año mi interés por el
circo había desaparecido, fundamentalmente desde que Ángel Cristo fue atacado
por unos leones y descubrí que no era un ser inmortal. Además, el hecho de que
engordara unos kilos y cuando iba ataviado con su chaleco de purpurina rojo
dejara ver unos peludos michelines, no fue del todo de mi agrado. Dejó de ser mi
ídolo. Me pasé a la magia. Mi ídolo nuevo era Tamariz. Así que mi regalo
estrella giraría en torno a la magia. Pero para asegurarme el éxito,
decidí atacar por partida doble y pedí
una caja de Magia Borrás tanto a los Reyes como a Papá Noel. Una apuesta
segura. Además, mi carta a los Reyes la dirigí personalmente a Baltasar, ya que
los niños de mi clase decían que era el rey más rico. Con 8 años, y unas ganas
tremendas de aprender magia, esperé ansioso el día de Navidad.
Cuando me levanté había, junto al
árbol, un bonito paquete que ponía J.A. Supuse que era para mí, a pesar
de que mi hermana se llama Julia Angelita, y mi hermano pequeño Jaime Anselmo.
No era muy grande, -me refiero al paquete, no a mi hermano- lo cual me hizo
sospechar algo raro. Cuando lo abrí, no estaba la caja maravillosa de magia que
esperaba. En su interior yacía una escuálida baraja de cartas que ni siquiera
estaba en un estuche. Un goma elástica las sujetaba. Algunas cartas estaban
hasta rotas. Pensé que se habrían caído del trineo, y que Rudolph las habría
pisoteado. Pero es que además estaban algo mugrientas, con los bordes negros.
Sería de la suciedad de las pezuñas. Pero lo que no entendía era porqué en el
dorso de las cartas venía impreso en letras amarillas y azules “Peña Mágico
González”. El hecho de que algunas cartas olieran a aceitunas y a cazón en
adobo me hizo sospechar de que existía
una remota posibilidad de que las cartas no fueran nuevas. Tal vez Papá Noel
fuera un aficionado a la magia con cartas y las había probado antes de
regalármelas. O tal vez no, ya que entre las cartas había varios trozos de
servilletas de papel con restos de comida y aceite. Incluso entre el 3 de picas
y el 2 de corazones había una patata frita. Eran cartas usadas. Hipótesis: Papá
Noel me odiaba.
Pero aún quedaba Baltasar y seguro
que mi gran caja de magia estaba al caer. Cuando el 6 de enero me dirigí hacia
el sofá -el mismo de sky del año anterior, aunque con una colcha de croché por
encima que había hecho mi abuela,- y todavía con el salón en penumbras, adiviné
a ver una gran caja. Estaba nervioso. Me temblaba el pulso. Llegué a donde
estaba la caja en el momento justo de que mi hermana encendió la luz. Y ¡oh
sorpresa! la caja famosa no estaba y en su lugar había otra caja de Juegos
Reunidos Geyper, aunque esta vez de 25. Sobraban 21. No voy a transcribir
lo que pasó por mi cabeza en ese momento, ni lo que pensé en concreto de
Baltasar. Pero me prometí que en la cabalgata del año siguiente le tiraría los
21 juegos sobrantes a la cabeza. Mejor los 21 más los 41. Y lo hice, aunque el
lanzamiento provocara un guantazo de mi progenitor masculino. Hipótesis: los
reyes magos que son de color (negro) me odiaban.
Podría seguir contando más detalles
navideños, como cuando al año siguiente pedí una tele para mi cuarto y me
trajeron una de plástico de las que ponen en las tiendas de muebles, con un
cable pegado con cinta aislante; o lo del trauma sin cicatrizar de tener que
probar cada Navidad los pestiños que hacía mi abuela (la del croché), que rondaba
los 98 años. Y es que toda mi familia le seguía la corriente y decía que
estaban buenísimos. Así pues, cada vez que iba a verla -cosa que sucedía a
menudo- me endiñaba una par de pestiños. Durante esa época pensaba que un
pestiño era una masa deforme
extremadamente dura y bañada en un producto viscoso con trozos de
croqueta incrustados que abrasaba la garganta.
Años después me enteré de que los pestiños no son exactamente así, y que
lo viscoso debería haber sido miel. Nunca pregunté porqué mi abuela murió de
una gastroenteritis un 27 de diciembre. Lo que sí descubrí hace dos semanas es
que por lo visto todo el mundo de mi familia tiraba los pestiños a las macetas
existentes en casa de mi abuela, menos el pringadillo que os habla que se los
comía enteritos. Hace dos semanas también entendí porqué me pasaba las
vacaciones de Navidad de esos años siempre con dolor de barriga. Hipótesis: mi
familia me odiaba.
Como es lógico, empecé a odiar la
Navidad, y aún la odio. No quiero saber nada ni de los Reyes Magos (mucho menos
del de color negro), ni de Papá Noel, ni de pestiños. Fui un niño despreciado
por todos. Mi destino estaba claro y
escrito: sería un marginado en la vida. Y así ha sido. He terminado de
profesor.
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